Una de las virtudes o defectos de mi personalidad es que soy muy perspicaz, y enseguida percibí que algo estaba surgiendo entre nuestro jefe, Jasón, y una mujer de regia belleza semejante a las diosas, que decía llamarse Hipsípila. Heracles ya se estaba marchando con una grandona, Hilas con una pequeñita y graciosa, y cuando me quise dar cuenta, sin hacer nada, absolutamente nada, una de aquellas lemnias (así decían llamarse) me estaba llevando a su casa y al día siguiente habíamos celebrado ya nuestras nupcias y cumplido con la divina ley que evita que la raza de los hombres se extinga. Mi lemnia me trataba muy bien, y tanto yo como los demás Argonautas fuimos maestros en el arte de fingir que no nos habíamos enterado de que si no había allí varones es porque ellas se los habían cargado.
Durante dos maravillosos años engordamos a causa del escaso ejercicio físico que practicábamos (no teníamos tiempo para construir estadios ni palestras) y la abundancia de exquisitas comidas preparadas por delicadas manos, con la Argo varada para protegerla de las tempestades. Pero un buen día Jasón nos llamó a todos y nos dijo que teníamos que seguir rumbo al este, hacia la Cólquide, y que debíamos dejar allí a nuestras queridas esposas, a nuestros pequeños retoños que aún no sabían llamarnos papá, y nuestros confortables lechos y regresar a los duros bancos de la nave, con el remo a cuestas y ligeros de equipaje. Quien quisiera, podría a la vuelta, una vez conseguido el Vellocino de Oro, regresar con su lemnia... siempre que ella estuviera dispuesta a recibirle de nuevo bajo su techo. Muy pesaroso salí de allí, nada entusiasmado cuando comprobé en la siguiente isla en que paramos que allí lo único que podía hacer uno era iniciarse en unos Misterios de los que, por cierto, no me enteré de nada.
Desde allí todo fue mar y más mar. Encima, después de que los doliones nos acogieran estupendamente, un malentendido nocturno hizo que acabarámos todos peleando a brazo partido para salvar nuestra vida y estuvo muy mal que Jasón enviara a las regiones infernales al rey Cícico, que tan bien se había portado con nosotros. Afortunadamente, los misios que viven más al este de los doliones no se habían enterado de nada y nos recibieron amistosamente. Pero aquí de nuevo sucedió lo inesperado. A Heracles se le rompió el remo. Ya llevaba yo tiempo pensando de qué madera estaría hecho, porque remaba por veinte. Me desanimaba pensar que, con el remo de Heracles roto, se iba a notar mucho lo poco que contribuyo yo al desplazamiento de la Argo. Por eso me puse contentísimo cuando se fue a buscar madera para un remo nuevo, ocasión que aprovechó Hilas para -según él- ir a buscar agua. Yo creo que a lo que iba era a ligar, y sin que se diera cuenta le seguí un buen trecho. Pues sí, se dirigía a una fuente, y cuando llegó el jovencito junto a las aguas, empecé a oír voces femeninas que le invitaban a acercarse a ellas. Entonces decidí ir a buscar otra fuente para mí, por si hubiera otras muchachas interesadas en mi persona, ahora que ya era un héroe como los otros, pero no encontré ninguna. Me pareció oir un grito y vi de lejos a Polifemo y a Heracles que iban buscando algo, quizá fuentes, como yo, y regresé a la nave. Hicimos la cena en la playa, nos echamos a dormir (aunque Heracles dando voces no nos dejaba en paz) y, cuando amaneció, Jasón dio orden de reemprender viaje. Nos negamos en redondo. Sin Heracles, no nos íbamos de allí. Entonces se nos dijo que el destino de Heracles era no participar en la conquista del vellocino y parece que yo era el único al que aquello le parecía una excusa. Volvimos al barco y entonces sí que pude constatar que 47 héroes no reman tanto como 50. Y empecé a pensar que tal vez no todas las mujeres que puedas encontrar en una isla van a ser tan de fiar como mi lemnia.